Lo primero que hizo al entrar en casa fue lanzar los
zapatos a través del recibidor. Los tacones de aguja dieron tumbos por la
tarima, anunciando su llegada. El bolso cayó, por casualidad, en el brazo
correcto de la percha. La chaqueta, en cambio, llegó hasta el sofá del salón
para las visitas. Tuvo que encender algunas luces. La casa estaba en tinieblas
salvo por los parpadeos intermitentes al fondo del pasillo. Desde la habitación
de Alejandro (su cubil, como lo llamaba
ella), llegó un grito: «¡Muere maldito capullo!».
Hoy era día de calificaciones escolares. Sabía que no
debería estar preocupada. Alejandro era un buen estudiante… si tenía
motivación. Nerea trabajaba duro en una jornada agotadora que, seis días a la
semana, se prolongaba de sol a sol. Gracias a su abnegación —le encantaba la
palabra, le hacía sentirse una madre mejor— podía dar a su hijo todo lo que
ella, de niña, no pudo tener. «Si no suspendes más de una, tendrás un premio»,
le había dicho. Nunca le fallaba. Alejandro se esforzaba cuando estaba
debidamente incentivado aunque le hubiera gustado que, para variar, le pidiera
un libro, que le llevara al zoo… cualquier cosa. «El Destroyer 5, Nerea, es lo más de lo más», le había contestado el
muchacho. «Mamá…». «¿Qué?» «Que me llames mamá, Alejandro». «Pero es que te
llamas Nerea…». Cansada, lo dejaba estar. Como siempre. Cuando tenía tres años
le llamaba mamá. Ahora era, sencillamente, Nerea.
Se asomó a la habitación, sabedora de que Alejandro no
había escuchado el ruido de los zapatos contra el zócalo.
—¿Hijo?
—…
—Ya estoy en casa. —Nerea agitó las manos.
Con un bufido de fastidio, Alejandro pulsó el botón de
pausa y la miró con los ojos enrojecidos. «Ha estudiado demasiado, seguro»,
pensó Nerea. Sin decir nada, el chico tensó la mandíbula para señalar la mesita
de estudio. Ese gesto era muy del bastardo de su padre. Si no se hubiera ido…
Cogió el papel y lo desdobló hasta convertir la bola
arrugada en una superficie legible. Matemáticas, 5; lenguaje, 5; física, 5;
inglés, 6… esa siempre se le había dado bien. No en vano su padre, piloto
comercial, le había hablado en ese idioma desde que era un bebé. Además, los
videojuegos le ayudaban a practicar.
Alejandro se quitó los auriculares que le permitían lo
que él llamaba la «inmersión».
—Solo me ha quedado Educación Física, Nerea. Dame el
premio.
Pensó que si tuviera tiempo le llevaría a un gimnasio.
Aprendería a defenderse y haría ejercicio. Puede que hubiera engordado un poco.
Tal vez convendría limitar los bollos de
chocolate…
—Aquí tienes, hijo. Te lo has ganado. ¿Me darás un beso
esta vez?
—No seas moñas, Nerea. —Alejando ya estaba sacando el
disco de la consola para introducir en su lugar, el del premio. El «Destroyer 5».
«He hecho bien en comprarlo de camino a casa. El chaval
iba a cumplir, eso ya lo sabía. Estoy tan orgullosa…».