«Llego tarde, llego tarde, la fiesta habrá empezado ya…», murmuraba una y otra vez mientras los anteojos se le empañaban por efecto de la condensación del sudor. Llegaba tarde, sí, y para un obseso de la puntualidad como él era una sensación insoportable. Corrió como nunca, con el rabillo del ojo puesto en su reloj de cadena. Corrió e ignoró a todo el mundo, incluida aquella niña tan fastidiosa. Cuando por fin llegó a la fiesta ya había concluido, pero al sombrerero y al gato no pareció importarles en absoluto.
No puedo huir de nuevo
Era la primera vez que cogía ese tren. Los postes
aparecían borrosos en su visión periférica, concentrado como estaba en el
rostro de la desconocida que se sentaba en el asiento de enfrente. Se parecía
tanto a ella… No era persona de entrar en conversaciones improvisadas a fin de
amenizar el tedio del viaje y mucho menos de forzar un acercamiento. Contrario
a su costumbre, sin embargo, reaccionó como una centella cuando, al frenar el
convoy con brusquedad, salió disparado del asiento y estiró los brazos a tiempo
de sujetar el equipaje que se cernía sobre el tocado de la mujer. De pie, en
equilibrio peligroso sobre las punteras de los zapatos, acertó a empujar la
maleta de vuelta a su lugar.
—Disculpe, no he podido evitarlo… —se
excusó, azorado. La postura salvadora del sombrero, y tal vez de la cabellera
que cubría, había acercado sus caderas al rostro de ella, dejándolos en una
situación embarazosa.
—No se preocupe, ha sido usted muy
galante.
Se giró para evitar el apuro y
acertó a bajar la ventanilla tras varios intentos. Asomó la cabeza y anunció
que la vía parecía obstaculizada por un vehículo. Regresó a su asiento, dejando
que la brisa del atardecer rebajara el ardor de sus mejillas. Pese al momento
de embarazo, los ojos que lo observaban a través del velo de rejilla brillaban
con diversión.
Desde el pasillo les llegó la voz
del revisor con la noticia de que estarían detenidos no menos de dos horas.
Encendieron sendos pitillos y se interrumpieron varias veces antes de que
consiguieran iniciar una conversación fluida. Tras las frases de cortesía,
llegó la temida pregunta:
—¿Viaja usted a Paris?
Antes de responder, exhaló el humo
para darse tiempo a afrontar la respuesta. Decidió, finalmente, que ya era hora
de volver a ser el Rick de siempre.
—En efecto, viajo desde Casablanca, y
creo que es el momento de retomar una gran amistad.
Regocijo
Hilaria
se abrió paso en silencio entre las que rodeaban el cadáver. Bajo el sol del
mediodía, una miríada de insectos volaban ya sobre el cuerpo. A pesar de la
autoridad que irradiaba, le costó hacerse un hueco en el círculo. Cuando por
fin llegó al centro, se detuvo a observar unos instantes. Ser la primera era su
privilegio. Se pasó la lengua entre los labios y se abalanzó sobre las costillas
abiertas. Las risas del resto de las hienas acompañaron el festín de su líder.
De visita en el pueblo viejo
A menudo las tumbas abiertas parecen bocas que expelen un
hedor insoportable. Otras veces, en cambio, son agujeros modestos que aguardan
con discreción a ser ocupados. Cuando llegamos a la salida del cementerio, mis
padres conversaban animados. Les había parecido que, al acercar la vela, Elvis
había abierto los ojos. Entonces, me di cuenta de que Lily se había quedado
atrás. Le gustan tanto los camposantos que se queda ensimismada ante las
lápidas. Me perdí entre los pasillos, distraído por la cháchara de los cipreses
en calma. Anabel, tan inocente, aprovechó para interceptarme desde la trasera
de un contenedor repleto de herrumbre. Con su manita, alzó para que pudiera
verla bien una menuda bolsa de plástico transparente y sus ojos azules
brillaron tanto que iluminaron su pelo. «Son las bridas que necesitamos para
ayudar a mamá», me dijo. Inspiraba tanta ternura que me daba apuro decirle que
ni esas piezas de plástico ni ninguna otra podrían obrar la magia. Le sonreí
como pude y me alejé en busca de Lily.
No sé muy bien para qué. Sospecho que nadie más puede verme.
Cuatro filas de dos en fondo
Ah, el placer de las líneas perfectas, los colores resplandeciendo al fresco de la mañana. Sentir que das la cara cuando las cosas se ponen duras, que tras de ti, los tuyos comparten gallardía.
Mas los días transcurren. Las tonalidades de los cobertores pierden luminosidad, adquieren arrugas. Nadie desea al yogur caducado.
... sin pecado concebida
El sacerdote le dio la absolución. Doña Blanca se había
acusado de mantener, a espaldas de su marido, un romance secreto con Tomasito y
no había escatimado detalles. Si le imponía una penitencia leve, puede que ella
intuyese que no la creía y lo que el cura deseaba era la felicidad de Doña
Blanca, aunque fuera tan solo en su más íntima fantasía.
Están entre nosotros
El viento arrastraba los restos del compuesto Y-629. En
su celda de la prisión de máxima seguridad de Copenhague, el profesor Franz,
aferrado a los barrotes, mantenía a gritos su versión, lo había hecho para
salvar al mundo de los invasores infiltrados de otro planeta. Reducidos al
cinco por ciento de su anterior demografía, los supervivientes dudaban aún si
repoblarlo o llamarlo de nuevo Edén.
Otra margarita
Otra Margarita - Sorolla |
El mentón reposa sobre el broche de la toquilla, las manos se
abandonan sobre el regazo, vencidas por el hierro de las argollas. Se sabe
condenada de antemano, antes del juicio que espera con resignación, ajena a los
ojos de sus custodios, rancios alientos de tabaco y vino con capote verde.
Resbala la mirada por un vestido tan deshecho como sus esperanzas. La única
venia que espera del juez es que no la lleven al cadalso con esta ropa ajada de
celda y lágrimas secas.
En el banco de enfrente
aguardan las meretrices. Entraron con estridencia, dedicándose toda suerte de
apelativos soeces y haciendo gestos lascivos hacia los guardias, que las han
ignorado con el aburrimiento de la rutina. También a ella, a Margarita, han
dedicado burlas y pullas hasta que, finalmente, se han contagiado de su
silencio. Ahora callan o se hablan entre susurros. Saben quién es, no queda
nadie en la ciudad que lo ignore. No matas a un marqués y te abandonas al
abismo del olvido. ¿Qué importan los motivos? Él era un Grande, ella una
insignificante vendedora de cerillas en un elegante bodegón. Tenía hambre,
frío, y nada con que pagar el cuartucho de la pensión de la Venancia. Cómo resistir la sonrisa melosa, el porte
señorial de bastón con pomo de oro del de verdad. "Chiquilla, estás
tiritando…, pero… ¿tú has comido?"
Las promesas se las
llevó el viento, junto con su virtud, obligada a soportar toda clase de actos
aberrantes encerrada en un sótano. Vístete con esto, ahora quítatelo. ¿Sabes
para qué sirve esto, niña? Las risas escandalosas de los invitados a sesiones
privadas, el olor a licor y a puro, las marcas en la piel… y las horas malditas
en la penumbra de la mazmorra, a la espera del siguiente martirio. Los
recuerdos de Ciluengos, su pueblo natal, eran el único refugio para aferrarse a
la cordura.
Levanta la vista y se
gira para mirar a los guardias. Un vaso de agua, unas palabras, cualquier cosa
mejor que el escrutinio de las muchachas, el silencio de las tablas del solado
o la niebla de unos recuerdos que sangran.
Virgencita de los
desamparados, que termine ya, que acabe el garrote con este horror. No quiere
revivir de nuevo el día que, convencido de su docilidad, el marqués de Rosamora
se dejó atar a los barrotes del camastro con ropas de seda, convencido de haber
hallado un filón de gozo diferente. Se dejó hacer. Cada corte, el pago por una
vejación; cada golpe, justa retribución por cada risa humillante.
Margarita, asesina
confesa con alevosía y ensañamiento, mueve por fin las manos. Las desliza por
un vientre que creía yermo. Quiera el buen Dios que nadie se percate, que el
verdugo sea diestro y se lleve así con ella, el último recuerdo del marqués de
Rosamora.
Prefiero las corrientes
Dedicado a Pedro Ignacio Tofiño, sufridor de trolls y
otros entes
Nadie
podrá convencerme de que existe la justicia poética. Lo sería si pudiera
escribir un poema y metérselo por el culo al Troll. En llamas. Cuando empecé a
trabajar en esa oficina, me pareció el lugar ideal. «Ojalá pudiera jubilarme en
este sitio», fue uno de mis felices pensamientos cuando cobré mi primera
nómina. Fueron dos años de formación y trabajo duro, pero también de
compañerismo y satisfacción por la labor bien hecha. Ni se me pasaba por la
cabeza reflexionar sobre el destino de aquellos memorandos redactados al filo
de la hora de salida o del objeto de las reuniones de equipo, en las que a la
responsable del departamento se le llenaba la boca de cifras y gráficos frente
a una presentación de Powerpoint y que no calaba en nuestras mentes más
allá del cafelito de después de comer en el bar de la esquina y las partidas de
mus cuando hacíamos jornada intensiva.
Setecientos
treinta y siete días después de la firma de mi contrato laboral, llegó el
Troll. Confieso que fui el autor del mote, el primero que había colocado en mi
vida, pero no llevaba ni dos horas sentado en la mesa de enfrente y la imagen
de aquellos seres que perseguían a David el gnomo en los dibujos animados
acudió a mi mente como si tuviera la tele delante. No tengo nada en contra de
la obesidad. Yo mismo tengo una pancita sedentaria que no me incomoda
demasiado, salvo por los agujeros del cinturón. Sin embargo, en el caso del
Troll, era simplemente el marco que perfeccionaba el cuadro. El bigotito
recortado bajo la nariz, el pelo engominado hacia atrás y, sobre todo, un
intenso hedor a falta de aseo diario que se imponía sobre la pulcra blancura de
las camisas que su esposa le planchaba con precisión milimétrica, deslucidas
por los perpetuos cercos de sudor en la americana que ni en la mejor lavandería
podrían eliminar.
La
primera vez que dejé sobre su mesa los restos de mi tubo de desodorante, se quedó
mirándolo casi un minuto hasta que, con un rezongo ininteligible, lo cogió y se
fue en dirección al baño. Suspiré ante la perspectiva de lograr una tregua
aunque fuera solo por una mañana. Cuando regresó, no solo constaté que no lo
había usado, sino que se había deshecho del envase. No tuvo ni la lucidez de
preguntar por su propietario. Se giró en su silla hacia la ventana y sesteó
haciendo como que leía un informe al que nunca pasaba las páginas. Hubo un
segundo y un tercer intento de aportar desahogo a las glándulas sudoríparas de
sus axilas, todos infructuosos. Llegué a sufrir varios catarros severos porque
me veía obligado a abrir la ventana incluso en los más fríos días de invierno.
La
citación del director general no me pilló de improviso. Se rumoreaban los
ascensos y yo tenía unos cuantos boletos. Fueron unos minutos tensos de espera,
sentado bajo la mirada de su secretaria en la antesala de su despacho. Desde
dentro, unas voces se aproximaron a la puerta. La cita anterior se despedía
junto a las hojas y me llegaba el rumor de una charla cómplice. Lo que no me
esperaba en absoluto fue ver al Troll salir cuando terminaron de despedirse con
un apretón de manos. Apestaba a colonia barata que apenas disimulaba su
habitual pestilencia. Tuvo incluso las agallas de acercárseme, darme una
palmada en el hombro y susurrarme con aliento fétidos un: «Otra vez será,
chaval. No gastes más en desodorantes» que me humedeció las orejas por
dispersión de saliva durante unas horas.
Mi
reunión con el director fue cordial y breve. Me conminaba a seguir en la brecha
y esperar mi momento. Ahora soy feliz. Al Troll le dieron un despacho en otra
planta y yo puedo cerrar las ventanas en pleno enero.
Entre bambalinas
"Me calé la capucha en un vano intento de que la cellisca hedionda no me quebrara la piel. Después de dos días sin articular palabra, tuve que chasquear la lengua para que no se me quedara pegada al paladar. En casa, con Mako, era complicado que la cháchara se detuviera por más de diez minutos. Me faltaba práctica en el silencio. Otro ramalazo de nostalgia me angustió las entrañas. Aferré con saña la correa del fusil, un recordatorio en mi hombro de lo que me había llevado de vuelta al Juego."
Así comienza "Entre bambalinas", el relato que Ficción cientifica, la prestigiosa red social de Literatura de ciencia ficción, ha tenido a bien publicar . Uli, antiguo campeón del Juego, ha de rescatar a su hija secuestrada por un competidor resentido que le obliga a jugar la partida definitiva con sus vidas en juego. En la página de Ficción científica puedes leerlo completo o descargarlo en diversos formatos.
Milagros, los justos
El
embalsamador jefe, agotado, dejó caer el frasco de ungüento sobre la mesa de
operaciones. «No puede ser, logré este puesto porque jamás he fallado en mi
labor», masculló. En veinticinco años de carrera, solo había obtenido menciones y parabienes. Sin embargo, con el diácono habían fracasado todas sus técnicas, tanto
las clásicas como las innovadas por él mismo. Una sospecha se hizo hueco en su frustración. Giró en
la silla para encarar el ordenador. Una clave tras otra le impedían el acceso
al registro de procedencia. Con el hedor del cuerpo en sus fosas nasales, llamó
a Ramírez, el subsecretario. «¡Qué diácono ni qué narices! Lo que tienes sobre
tu mesa es un concejal multimillonario».
El último giro del cilindro
Anselmo barría los pelos alrededor de las butacas, impecable
en su bata blanca aunque llevase seis horas dedicado a su trabajo.
—Deberías modernizarte, Anselmo
—comentó desde su esquina Marce por enésima vez en su dilatada amistad. No
apartaba la mirada de la tablet de pantalla
gigante que había sustituido, hacía poco, al habitual diario en papel.
—La Madriguera ha sido la peluquería
del barrio desde que la abrió mi abuelo.
—Bien puedes decirlo —dijo Marce con
sorna, mientras señalaba el cilindro de franjas azules, rojas y blancas que
giraba en el exterior anunciando el establecimiento.
—No chirría —contestó Anselmo,
herido de nuevo en su orgullo profesional—. Hay cosas que están bien como
están. No me dirás que es más cómodo leer las noticias en ese cacharro.
Marce apoyó el dispositivo en sus
rodillas y lo giró para que el barbero pudiera ver cómo reproducía la
repetición del último gol in extremis
del Real Madrid.
Anselmo bufó por debajo de su
cuidado mostacho. Sonó la campanilla de la puerta, anunciando un nuevo cliente.
Parpadeó sorprendido. Era un rep, uno
de esos androides que solo veía en televisión y que la industria había dado en
llamar, en su soberbia, “replicantes”. El barbero dudó. Era la situación más
embarazosa de sus más de veinte años de profesión, aunque se rehízo y sonrió al
tipo. Seguro que se había perdido para acabar en el arrabal.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Un afeitado con espuma, por favor
—respondió el rep con una voz tan
humana como la de cualquiera. Los hombres mecánicos carecían de vello facial y
el cabello de la cabeza era un implante fijo, al que reconocía un efecto bastante
logrado. Titubeó pero el rep no hizo
ademán de sentirse molesto. Señaló una de las butacas como pidiendo permiso y
Anselmo asintió. Miró de reojo a Marce que había perdido el interés en los
resultados deportivos para centrarse en la atracción del día.
Anselmo colocó la capa de corte
sobre los hombros del rep y giró el
asiento para enfrentarlo al espejo. Un cliente era un cliente viniera de donde
viniese y, aunque le gustaran las tradiciones, no le haría un feo. Él era un
profesional. Extendió con calma la crema sobre el rostro lampiño después de
aplicarle los paños calientes para dilatar uno poros inexistentes. Miró el
expositor de cuchillas y se decidió por la sobria Shaver, la más sencilla de su
colección. Dejó la hoja en suspenso sobre la piel artificial y por fin se
decidió a empezar. Marce lo contemplaba desde su rincón con los ojos desbordados.
Le demostraría que podía ser tan moderno como cualquiera para acallar sus
continuas críticas. Apoyó la herramienta bajo la barbilla del rep y la deslizó a contrapelo. Se
escuchó un chasquido. Perplejo, la sumergió en la bacinilla para limpiarla y
descubrió una cuchilla destrozada por el material sintético ultra resistente de
la piel del replicante. «Quieres jugar duro, ¿eh?», masculló de forma inaudible.
Marce, a sus espaldas, reía por lo bajini. Empezaba a cabrearse de nuevo. No
podía echar al rep sin quedar
expuesto a una denuncia por discriminación, pero tampoco podía romper toda su
herramienta. Haciendo acopio de paciencia, encendió el reproductor de discos y
seleccionó el aria de Fígaro. Se giró levemente hacia Marce y le brindó una
sonrisa. Acto seguido, y sin quitar la funda de plástico que protegía las
hojas, empezó a retirar la espuma con los mismos movimientos con los que
hubiera afeitado a cualquier otro cliente. Tarareaba la música entre dientes y,
en un santiamén, el rep quedó tan
afeitado como había entrado. Con el paño terminó de limpiar los restos de crema
y hasta le aplicó una loción aromática. El hombre artificial se quedó mirando
el espejo, impasible. Por fin asintió y echó mano a la billetera.
—Te has ganado un nuevo cliente,
Anselmo —dijo Marce cuando aquel hubo salido.
—Si me ha dejado propina y todo.
Solo quería ser uno más.
—¿Adónde vas con el destornillador,
barbero?
—A quitar ese dichoso letrero. Voy a
poner uno digital. Bien grande.
Soñó que moría de lunares
La profética pesadilla cambió su mundo. Dejó su carrera como jockey porque empezó a aborrecer los puntos de colores de su vestimenta. Renunció a comer albóndigas por su disposición sobre la salsa del plato y era incapaz de soportar la visión de un vestido de faralaes o los de la mismísima Minnie Mouse.
Nadie le advirtió que, por ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca, se podía también morir de amor.
Historia del arte
Me gustan los trazos de saliva al dibujar corazones sobre
tus pechos, los diseños tribales que mis dedos imaginan sobre tu espalda con
los masajes. Eres mi obra de arte más perfecta y, sin embargo, ahora pides
rudeza y aventuras peligrosas. Sigues viniendo a mi estudio sin buscar al
amante creativo. Ahora soy solo el tatuador.
Acecho
En el exterior, la tormenta agita la noche de retumbos y
trallazos de luz, pero él solo los ha escuchado desde el sótano donde se
oculta. Sabe la hora que es, no puede demorarse más, debe salir. La puerta
chirría al asomarse al pasillo, consciente de que ha de alcanzar la planta
noble evitando las cámaras de vigilancia.
Arriba se escucha una conversación susurrada, se impone
el sigilo. Adora sobresaltarlos por detrás, cuando los espejos no pueden
delatarlo. Silencioso, se planta tras los americanos; cuando da las buenas
noches esperando asustarlos, el más alto se gira con altivez.
—Ah, ahí está por fin. Qué servicio el de este hotel.
Afuera espera el taxi, hágase cargo de nuestras maletas.
Finisterre
Costa da Morte 2021
Mi señora,
Las olas que espuman las rocas, inexorables, son la única
constante junto a este que te escribe. La espera se hace eterna, nada puede
consolarme. Sentado en esta piedra, con la sola compañía del graznido de las
gaviotas, espero tu regreso. A pesar del largo tiempo transcurrido sin noticias
de ti, revivo una y otra vez junto a los demás avatares de mi prolongada
existencia, el momento en que viniste a visitarme por primera vez: tu melena
negra incapaz de agitarse con la brisa y la blancura de tu tez que aún se me
antoja la culminación de la belleza.
Me pediste que me marchara contigo,
una concesión poco habitual en ti, acostumbrada a tomar lo que te viniera en
gana, pero cuando te rogué que permanecieras a mi lado en esta tierra indómita
lejos de los manejos de los hombres, tu mano helada dudó entre mis dedos y un
gélido alivio congeló mi espinazo. Nos amamos junto al fuego, un fatuo intento
por mi parte por llenar tu cuerpo del calor que a mí me sobraba. La felicidad
que rozaste con el aliento me concedió una prórroga por la que he pagado un
precio demasiado alto. Te fuiste, tenías demasiado trabajo y te habías
ausentado más de lo permitido. Supliqué, besé tus pies de mármol, todo en vano.
Desde la puerta, dibujaste un adiós con los labios, el toque que me habías
negado. Saliste para siempre de mi vida, no he vuelto a saber de ti, pese a que
desde la puerta dijiste que volverías, que no lo dudase.
Mienten quienes afirman que jamás rompes
una promesa. Yo sigo aquí, inmortal, mirando al océano como el único ser humano
sobre el planeta a la espera de que, con tu guadaña, siegues el hilo de mi
existencia para concederme, por fin, el descanso eterno.
Correspondencia múltiple
Jacobo se alegró de que cesara el traqueteo del tren. El olor a carbonilla se colaba entre las vendas que le cubrían tanto el rostro y parte del cuerpo. Bajaron la camilla con descuido y, pese al dolor intenso, percibió el bullicio de la estación, un enjambre de soldados que recorría los andenes entre el vapor que exhalaban las ruedas de las locomotoras y a los que recibían madres y novias. Escuchó a los camilleros comentar con jolgorio que había cinco mujeres preguntando por el mismo hombre. Uno de ellos le palpó en busca de la chapa de identificación.
—Oye, ¿tú no te llamas Jacobo Casanueva?
—Llevadme al hospital, bastardos. Y llamadme Virtuoso.
Temporal
Miguel Borrasca salió del almacén con un contrato a media
jornada. Casi se presenta tarde al aeropuerto para un par de horas con siete charter. Pese al aguacero, sonrió al
capataz con la esperanza de convertirse en fijo algún día. Con suerte, si llegaba
a casa a las diez, dormiría cinco horas. El miércoles le habían propuesto para
una baja en la recepción de un hotel a las afueras, aunque madrugaría para
quitarse el atasco y no llegar tarde.
Antes de fichar, escuchó a uno de los oficiales chismorrear con los
subalternos: «qué bien viven los eventuales». Una tempestad de ira le llevó a
empotrar su vehículo contra el muelle de carga. Erró, por poco, el morro de un
Airbus.
Fotografía: Iberia
Micronovela en imágenes - Una historia de Chueca
Una historia de Chueca
Pablo Lucas, alias PeLucas, vivía tranquilo en su estudio de quince metros cuadrados. Tenía internet de banda ancha, su teléfono de última generación, una televisión inteligente (si es que tal característica es posible en un electrodoméstico como ese) cuya pantalla plana ocupaba una de las cuatro paredes y una gran provisión de precocinados en la nevera. Hacía meses que no veía la luz del sol y la subvención llegaba con puntualidad.
El día en que todo terminó, maldijo su suerte. ¿Qué podía hacer por recuperar su bienestar? Del aseo, con cuidado de apartarse para poder abrir la puerta, salió un duende diminuto que se excusó por la intromisión. PeLucas no cabía en sí del susto. Del tigre no salía nadie que no fuera él mismo desde que su novia se había marchado con el sobrino del portero. El hombrecido, azorado, se ofreció para brindarle algún tipo de ayuda. PeLucas no necesitó muchas explicaciones para mostrarle su tristeza y falta de esperanza. El duende, apiadándose del mozo, le dijo que podía encontrar la solución si marchaba en pos del palacio azul, aunque para eso debería abandonar su cubil.
—¿Un castillo? Si vivo en Chueca.
—Nadie dijo que las aventuras fueran sencillas, muchacho —repuso el duende con flema.
A PeLucas le espeluznaba el mero pensamiento de salir a la calle, pero ante sus penurias, nevera vacía, la electricidad cortada y el móvil con una ralla de batería tan solo, se vio obligado a buscar una mochila y partir en busca de aventuras.
Tuvo que mezclarse con otras personas, atravesar castizas aceras repletas de viandantes, quedar deslumbrado por las luces de los comercios...
Los que paseaban por las calles, atentos a sus propios quehaceres, se apartaban cuando el macilento PeLucas se les acercaba preguntando por el castillo de los muros azules. Algunos, sin ocultar un gesto de desagrado, le alargaron algunas monedas.
Los que paseaban por las calles, atentos a sus propios quehaceres, se apartaban cuando el macilento PeLucas se les acercaba preguntando por el castillo de los muros azules. Algunos, sin ocultar un gesto de desagrado, le alargaron algunas monedas.
Llegó, pese a su ateísmo seglar, a encomendarse a alguna entidad superior, desvalido como se sentía.
Por fin atisbó la fabulosa edificación que el duende le había descrito en su visión, la que le permitiría rehacer su vida merced a su fortaleza de espíritu. ¿Sería capaz de penetrar sus secretos? Los muros parecían inexpugnables y los pendones que adornaban su torreón flameaban al viento, llenándolo de temor reverencial. En ese momento, cual señal del destino, una vibración acompañada de un pitido, agitó el bolsillo de su pantalón. Perplejo, extrajo su teléfono para comprobar que... ¡Tenía acceso wifi gracias a un servidor público municipal! El duende tenía razón, estaba salvado. Ya podía volver a pedir comida a domicilio.
Texto y fotografías: Pedro de Andrés
La ilustración de la viuda
La ilustración de la viuda
Santi vio a la señora Matilde guardar en las
profundidades de su bolso los fascículos aún envueltos en el plástico. Se
alejaba despacio del kiosco en dirección a su casa, arrastrando las zapatillas
hasta la entrada del portal. Vivía tan cerca que no le hacía falta cambiarse de
calzado salvo en los escasos días en que las nubes dejaban caer algo de lluvia
sobre Ciluengos.
—Ahí va de nuevo la pobre —le
comentó a Ramiro, que ojeaba el Marca con escaso entusiasmo, dada la mala racha
del Real Madrid.
El aludido aceptó encantado la
invitación a charlar y devolvió el diario a su percha. Solo lo adquiría cuando
los merengues ganaban. Se acodó sobre el mostrador encarando a Santi.
—¿Sigue comprando fascículos por
entregas? —preguntó.
—Sí, de lo más variopintos —contestó el propietario del kiosco, dándose golpecitos
con el dedo en la sien.
—Pobrecilla, desde que falleció
Damián, Dios lo tenga en su gloria, se debe sentir muy sola.
—Pero lo lógico es que coleccionase
punto de cruz, casitas de muñecas y cosas por el estilo —repuso Santi mientras
pasaba un trapo por las revistas de historia.
—¿No es lo que lleva?
—Quiá,
mecánica, electrónica avanzada y la última locura: construye tu propio robot.
Ramiro agitó la cabeza como si la
sola idea de la Matilde con un soldador en la mano le pareciera satánica.
—Con lo buena mujer que es y ahora echá a perder.
Santi contuvo el gesto de
santiguarse.
—Anda, vamos a fumar un pitillo, voy
a bajar la persiana hasta la tarde.
Días después, los que comentaban la
extraña afición al coleccionismo eran Francisco, el de la carnicería o Juan el
farmacéutico, pero nadie quedaba indiferente al asunto. Don Saturnino, el
párroco, tomó cartas en el mismo, le apenaba que Matilde, además de gastarse
los cuartos de la viudedad en papeles inservibles, en lugar de en dádivas,
estuviera perdiendo la cabeza más allá de toda esperanza.
—¿Es cierto lo que dicen? —preguntó
a Santi una mañana.
—Ajá, padre. Ha dejado de pedir
fascículos de colecciones raras. Un día, en vez de venir a recogerlos, me pidió
que cancelara la cuenta y preguntó si podía encargar libros a la capital.
Cuando le dije que sí, me dio esta lista. —Santi extendió una nota al páter.
—Estos son libros de ciencia.
Bioquímica, medicina… No tiene sentido. En fin, el estudio no tiene edad ni
jamás hizo daño a nadie. Hijo, te ruego que me informes si se diera alguna
novedad.
En los meses siguientes, tras la
recepción de los libros solicitados, Matilde recuperó parte de la alegría de
antaño. La locura transitoria quedó relegada en el recuerdo de los vecinos hasta
el día de San Bernardo. Por la tarde, Don Saturnino recibió la visita de Santi
en la sacristía.
—Esta mañana se acercó la Matilde al
kiosco, padre. Me bendijo por mi paciencia y señaló al cielo. «Está noche será
la gran tormenta», dijo. No parece muy extraño, pero me pidió que le contara…
—Claro, hijo, te lo agradezco.
Nada más quedarse a solas, se
recogió los faldones de la sotana y salió de la iglesia por el portillo de
acceso al cementerio. Las piezas empezaban a encajar. La tormenta vaticinada,
la tumba de Ramiro profanada, la desaparición del cadáver embalsamado y el
relativo contento de la viuda.
Don Saturnino se encogió de hombros.
Miró al camino de los zarzales e imaginó la escena en la terraza de Matilde:
los cables y el pararrayos. Se santiguó y, con una sonrisa, le deseó toda la
suerte del mundo.