El mago que no sabía hablar



Había aprendido de los mejores, su magia no tenía parangón. Sus maestros estaban impresionados. «Este muchacho tiene un potencial increíble» comentaba el Archimago Principal de la Orden de los Magos Parlanchines «pero si no aprende a hablar me veré obligado a expulsarlo».

El mago, Demiurgo de Tercer Nivel por méritos propios, sabía que se le acababa el tiempo. Deseaba tanto conseguir aquella preciosa túnica púrpura… Su abuelo y su padre habían pertenecido a la Orden de los Magos Parlanchines y antes que ellos su bisabuelo. Uno de los fundadores ni más ni menos. Sin embargo, él estaba a punto de romper la cadena y todo por aquel detalle sin importancia. ¿A quién le importaba que no supiera hablar? Con aquella preciosa túnica podría pasear por los pasillos de la Abadía de los Magos y pavonearse… sin palabras.

Le quedaba un último recurso. Era desesperado, es cierto, pero si lo hacía en el más absoluto secreto aquella invocación podría salvarle de la vergüenza absoluta.

Se encerró en el más lóbrego de los sótanos, aquel donde ni siquiera el Maestre de los Sicarios se atrevía a entrar. Cerró con mucho cuidado los siete cerrojos de las siete puertas y encendió siete candelabros de siete brazos. Dibujó con piel de serpiente y sangre de cordero una estrella de siete puntas. A continuación, desplegó sobre el atril de plata lunar, regalo de los Primeros Padres a la Universidad, y abrió aquel libro antiguo del que aseguraban que guardaba en su interior la sabiduría ancestral. El principio de todo conocimiento, lo que da forma a la realidad y puede retorcerla hasta cambiar su esencia: la palabra.

Con la capucha bajada sobre el rostro ceñudo por la concentración, a la cimbreante luz de las velas, dio comienzo al ritual:

«La eme con la a, ma. La eme con la e, me…».
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